Título: Máquinas como yo
Editorial: Anagrama
Año de publicación: 2019
Género: Novela ciencia ficción
Páginas: 352
Autor: Ian McEwan
Autor inglés, Ian McEwan es considerado como uno de los 50 mejores escritores británicos de la actualidad gracias tanto a su excelente producción novelística como por sus incursiones en el guión y la dramaturgia.
McEwan estudió en la Universidad de Sussex, donde estudió filología inglesa, y en la de East Anglia, donde se especializó en Escritura Creativa. Fue poco después cuando, con su primera antología de relatos, logró un gran éxito al hacerse con el premio Somerset Maugham. A partir de ahí McEwan siguió publicando de manera regular tanto novela como relato, y ya en los años 80 fue adaptado al cine. A lo largo de su carrera ha logrado premios tan importantes como el Whitbread, el Man Booker, el Premio Shakespeare o el James Tait Black Memorial entre otros. Además, McEwan es miembro de importantes instituciones, como la Royal Society of Arts o la American Academy of Arts and Sciences.
McEwan es un activo defensor de los derechos humanos y ha participado en numerosos actos en contra de la guerra y a favor de la libertad de prensa o el ecologismo, entre otras causas.
Análisis:
Los robots humanoides son casi un fetiche en la literatura de ciencia ficción (ciberpunk, biopunik, solarpunk, etc.). Por eso cuesta tanto sorprender cuando se escribe sobre el tema. Sin embargo, la genialidad creativa de un autor, eso que marca la diferencia entre tanta mediocridad, radica precisamente en captar matices obviados, abrir nuevos enfoques que parecían imposibles. Ian McEwan se lo ha pasado en grande haciéndolo en esta novela.
«Máquinas como yo» es una ucronía ambientada en un Londres de principios de los años ochenta. Como toda ucronía o novela histórica alternativa, se nos presenta un hecho diferenciador que ha modificado el devenir de la humanidad, Alain Turing no ha sido perseguido por su condición de homosexual y sigue vivo. En consecuencia, el relato transcurre en unos años ochenta parcialmente distintos, donde la tecnología ha avanzado de forma exponencial. Internet, coches autónomos o robots humanoides son algo habitual en ese contexto. Además, Argentina ha sido la vencedora de la Guerra de las Maldivas, lo cual desemboca en una crisis económica e institucional en Gran Bretaña que hace tambalear el gobierno conservador de Margaret Thatcher. Mientras tanto, los Beatles siguen tocando juntos. No todo son malas noticias.
«Máquinas como yo» desarrolla en su seno dos tramas. Por un lado, se analiza la relación humano-màquina, a raíz de la adquisición por parte del protagonista (Charlie) del último hito científico en el campo de la inteligencia artificial, lanzado al mercado bajo el nombre comercial de Adán (versión masculina; la versión femenina se llama Eva): “Ante nosotros teníamos al último juguete, el sueño inmemorial, el triunfo del humanismo, o su ángel de la muerte” (McEwan 2019: 14). Esta nueva máquina se parece tanto a nosotros (físicamente) que ante el ojo inexperto es casi imposible percibir diferencia alguna: “Nuestro lenguaje revelaba nuestra debilidad, nuestra disposición cognitiva a acoger una máquina en la frontera entre “él” y “ello”” (Idem: 317). Además, Adán escribe Haikus, argumenta posiciones filosóficas, se enamora. Es decir, desarrolla un extenso mundo interior que, en ocasiones, se echa en falta entre nuestros personajes de carne y hueso. Especialmente en Charlie, el cual parece medir todas sus acciones en función del beneficio propio que pueda extraer de las mismas. La genialidad literaria, como decía al principio, se basa en abrir nuevos enfoques. En este caso el célebre escritor británico nos incomoda con la siguiente pregunta implícita; ¿y si, en lugar de ser los humanos los que debemos temer convivir con robots, son ellos (los robots) los que debieran temer convivir con nosotros? Cabalgar nuestras contradicciones, comprender nuestras imperfecciones, en definitiva, racionalizar lo irracional, no es tarea fácil para cerebros puramente lógico-matemáticos. “Si no conocíamos nuestra propia mente ¿Cómo podíamos diseñar la suya y esperar que fueran felices en nuestra compañía? No podían entendernos porque tampoco nosotros podemos entendernos.” (Idem: 346).
La segunda trama en paralelo tiene que ver con un episodio traumático en la vida pasada de Miranda, la pareja de Charlie. Un acontecimiento perturbador sufrido durante su paso por el instituto. Muchos años atrás. Sin embargo, otro fetiche dentro de la ciencia ficción, parece que su pasado la persigue, como si de una alargada sombra se tratara. No quisiera desvelar nada más, pues creo que merece la pena leer el libro para conocer la historia. El todo (el libro) es más que la suma de sus partes (las dos tramas), por lo que no tiene sentido hacer spoilers. De verdad, leedlo.
McEwan y la filosofía práctica.
Entendemos por filosofía práctica aquella concepción de la filosofía que trata de interrelacionar el pensamiento con la acción humana. Es decir, mutadis mutandis, llevar a cabo la onceava tesis marxiana sobre Feuerbach: “los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. En ese sentido, las ramas filosóficas que mejor se adaptan a este proyecto son la ética y la filosofía política. McEwan en «Máquinas como yo» pone en práctica la filosofía. Diluido entre sublimes licencias literarias, encontramos un sesudo ensayo filosófico que analiza la tecnología y su impacto en nuestra moralidad. En el fondo, encontramos una confrontación entre las dos visiones generales de la ética: la teleológica o consecuencialista (basada en las consecuencias de nuestras acciones) y la deontológica o de principios (basada en principios morales universales que deberían guiar nuestra acción independientemente de sus consecuencias). McEwan plasma ambas posturas en sus personajes. Charlie representa a la ética consecuencialista mientras Adán sería el adalid de la ética de principios. Melodías distintas para una misma música.
Decía Antonio Gramsci (1891) que vivir consiste en tomar partido. Constantemente nos vemos avocados a decidir, tomar partido, ante hechos que nos enfrentan a bifurcaciones ¿Es correcto mentir si eso ayuda a proteger a una tercera persona? ¿Esconderías a un amigo en casa si lo persiguiera la policía? ¿Amar a una persona implica apoyarla incluso cuando quiere alejarse de nosotros? ¿Crees que amañar pruebas judiciales para condenar a un violador es una forma de actuar virtuosa? Be or not to be, that is the question. Cómo afrontamos esas decisiones define el modelo ético al que nos adscribimos. Las discrepancias entre Adán y su propietario, en ese sentido, crean ciertas tensiones: “Creo que a los Adanes y a las Evas no les han dotado de comprensión de la toma de decisiones humanas, del modo en que nuestros principios se deforman en el campo de fuerzas de nuestras emociones.” (Idem: 346)
La versión hegemónica de la ética consecuencialista, desde su fundación en el siglo XVIII por Jeremy Bentham, ha sido el utilitarismo; especialmente en el mundo anglosajón. El utilitarismo establece que la mejor acción es la que produce el mayor beneficio para el mayor número de individuos involucrados. Es decir, maximiza la utilidad. No obstante, encontramos una paradoja que Luis Montero, filósofo y escritor, lanzaba recientemente en una de sus ponencias ¿Realmente podemos predecir todas y cada una de las consecuencias que se ramifican cual enebro desgarbado al tomar una decisión? Depende de la complejidad de la sociedad en que nos movemos. Quizá en la Inglaterra georgiana del XVIII donde vivió Bentham sí pero, ¿en la sociedad globalizada del siglo XXI? Hay ciertas dudas. Nuestro mundo es tan complejo e interconectado que cualquier decisión local puede tener un impacto global impredecible. Por tanto, si afrontamos nuestras decisiones en función de las consecuencias de las mismas, pero al mismo tiempo, somo incapaces de adivinarlas a priori ¿Qué grado de consciencia ética demostramos? Ciertamente insuficiente. Adán parece que opina lo mismo. Para él mentir, como matar, está mal en todos los contextos posibles. No hay debate. Para él, los principios éticos deben ser valiosos por sí mismo, con independencia de la situación o las consecuencias.
De alguna forma, robot de la novela comulga con el planteamiento desarrollado por Immanuel Kant en «Crítica de la razón práctica» (1788). La otra cara de la moneda. En dicho libro, el filósofo prusiano, acuña el concepto central de su pensamiento ético: el imperativo categórico. Según Kant, toda moral debe poder reducirse a mandamientos fundamentales universales, los imperativos categóricos, nacidos de la razón, no de la autoridad divina o las inclinaciones emocionales. Dichos imperativos nos permiten saber cómo debemos actuar. Suena bien, pero muy a mi pesar, la ética deontológica perfecta, probablemente sea imposible por el mismo hecho que lo es la consecuencialista: ¿si no podemos predecir las consecuencias de una decisión concreta, bajo qué preceptos podemos establecer criterios universales para toda decisión? ¿No mentir es bueno o malo per se? Si viviéramos en la alemania nazi, estuviéramos escondiendo un judío en el sótano, y un miembro de las SS nos pregunta si hay algún judío en casa ¿Deberíamos seguir el principio moral de no mentir aun cuando actuar así implique la muerte de esa persona? Hay demasiados factores circunstanciales, accidentales, humanos, que nos impiden ejercer una ética de principios como la que nos propone Kant. Nuestras sociedades son imperfectas y, por tanto, las éticas perfectas tienen problemas de adaptación. Sin embargo, Adán no tiene esa clase de conflictos.
¿Cómo salimos del laberinto ético de McEwan?
En resumidas cuentas, lo que diferencia al deontologismo del consecuencialismo, es que el segundo permite quebrantar un principio moral si se estima que sus consecuencias serán mejores que no quebrantarlo, mientras que el primero nunca lo permitirá. ¿Cuál utilizamos? Sin cierta deontología, es imposible establecer un justicia universal, aplicable a todo el mundo y sin sesgos. Sin consecuencialismo, en un sentido crítico, es imposible la desobediencia civil y el progreso/cambio social. Menuda diatriba. Para un demócrata, elegir entre las dos, es como si te preguntaran: ¿Quieres más a papá o a mamá? Un auténtico callejón sin salida.
Por tanto, es menester realizar una síntesis de ambas. Es decir, debemos establecer unos principios morales universales (aplicables a todos), que sirvan de marco para nuestras acciones en sociedad, dejando de lado preferencias personales o intuiciones místicas. Al mismo tiempo, aplicar dichos principios con cierta flexibilidad, en función de las condiciones de la situación en concreto. Parece complicado porque ciertamente lo es. Como la vida misma. Sin embargo, la capacidad de movernos en espacios ambiguos, lidiando contradicciones, es la cualidad que nos diferencia de máquinas cada vez más perfectas. Quizá sea la esencia de lo humano, si es que existe algo así como lo humano.
Dejemos la filosofía: ¿para qué necesitamos este tipo de máquinas?
Son muchas las posibilidades que nos ofrecen máquinas como las descritas en el libro. Incluso hay muchas que aún no hemos sido capaces de imaginar. Pero acotando un poco el tema, voy a centrarme a continuación en una que, en mi opinión, puede darnos soluciones sociales para problemas colectivos del futuro. Uno de ellos es el envejecimiento poblacional. Vivimos en sociedades cada vez más envejecidas e individualistas. Podríamos entrar a debatir por qué eso pasa, no obstante, es irrefutable que la realidad es así. Por tanto, si la tecnología ha de servirnos para mejorar nuestra calidad de vida, creo que la aparición de robots humanoides debe dirigirse al cuidado de personas incapaces de valerse por sí mismas. Según datos del INE, el porcentaje de población española que superará los 65 años en 2033 será del 25.2%. Es decir, uno de cada cuatro ciudadanos. Muchísima gente. Tener máquinas que además de facilitarles las tareas cotidianas, puedan dar conversación, jugar a las cartas o simplemente ofrecer compañía a nuestros mayores sería un gran paso para mejorar su calidad de vida. Zora es un referente en esas tareas. Este pequeños robot humanoide, es ya una realidad en los hogares de ancianos del territorio francés.
“Casi en todos los países, la población de ancianos está aumentando. El número de gente mayor de 60 años será más del doble, hasta alcanzar los 2100 millones de personas para el año 2050, según las Naciones Unidas. Las cifras señalan una brecha emergente. Simplemente no habrá suficientes personas que cubran los empleos de atención a la salud que se necesitarán.
Zora dirige sesiones de ejercicio y propone juegos. Puede sostener una conversación porque el enfermero teclea palabras en un ordenador portátil que el robot pronuncia después. Algunos pacientes se refieren a Zora como “ella”, otros como “él”.” (El País, 16 enero 2019)
Perfeccionar este tipo de artilugios, llegar al nivel de detalle del Adán que nos presenta McEwan en la novela, creo que puede ser una de los caminos tecnológicas del futuro en la inteligencia artificial. Aportando un valor social añadido, mejorando la vida de nuestras comunidades.
Dudas para debate:
- ¿Qué tipo de funciones sociales podrían realizar estos robots humanoides?
- ¿Confiarías el cuidado de tus mayores a un robot? ¿Por qué?
- ¿Crees que es posible un sistema ético absoluto?
- ¿Crees que es posible llegar a convivir con robots como los descritos en la novela?
- ¿Cómo crees que afectaría a nuestra estructuración social?
- ¿Crees que en el futuro estableceremos vínculos afectivos con esas máquinas?
- ¿Cómo sería tu robot humanoide ideal?
- La forma humana en robots es un clásico en las obras de ciencia ficción ¿Por qué crees que tenemos esta obsesión por convertir los robots en humanos?
- ¿Qué forma crees que tendrán los robots del futuro?
- ¿Existe algo así cómo lo humano? ¿Dónde lo situarías?